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110​°​–​135​°​–​N°

from Hombre Verde by Gervasio Goris

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lyrics

Era su segundo día sobre el agua. En la tierra había dejado todo. Su mujer, los treinta y cinco años y el sueño de una vida mejor.
Pero allí estaba, a una doscientas millas de la costa, cerca de la isla Fernando de Noronha, y aunque no sabía precisamente en donde se encontraba, creía que algún designio tendría que ayudarlo en su búsqueda.
Mientras cabalgaba las olas formadas por los alisios del noreste, pensó en su mujer que tanto lo había querido, pensó en su último llanto y en su ausencia irremediable para la despedida. Hacía solo dos días que no la veía, pero a él le parecía ya una eternidad. Sería que su viaje llevaba siglos, de días enteros cabalgando sobre las olas de los alisios. Sin embargo en algún punto se dio cuenta, tal vez debido al extremo cansancio físico que le aquejaba, de que en realidad su barco, el noble Ventisqueiro, sí había zarpado hacía dos días, pero su cabeza hacía casi cuarenta años que navegaba en este sueño.
Desde los cuentos de bucaneros de Salgari, desde las experiencias compiladas en forma de libro por los grandes navegantes solitarios, por las tantas noches mirando el mar, solo.
No tenía rumbo fijo, solo sabía que debía adentrarse en el mar, sin más entrometerse en la soledad del océano. No sabía porque pero sentía que el mar lo estaba llamando desde hacía cuarenta años al menos. Mientras cavilaba acerca de este llamado incesante, se dio cuenta de que nunca se había atrevido a partir, nunca hasta recibir la triste noticia de la enfermedad. Cuando su médico lo enfrentó con su realidad de enfermo con posibilidades, lo único en lo que pudo pensar fue en que su única y desesperante posibilidad era la de zarpar al día siguiente.
El Ventisqueiro por suerte estaba listo, como siempre esperándolo, y del consultorio se fue a verlo. Lo charlaron un rato y ahí nomás se decidieron: partirían al día siguiente, antes del amanecer.
Su mujer, como tantas otras veces, no quiso escucharlo y en realidad no le creyó hasta que no vio, a eso de las nueve de la noche, los bolsos ya hechos. Entonces comenzó con el griterío inútil de siempre, con que él no podía hacer lo que se le daba la gana porque ella era su mujer y eso contaba para todas las decisiones que él quisiera tomar. Simplemente decidió no contestarle y se limitó a proseguir con el rejunte de trastos a llevar para el viaje. Ella enfurecida se encerró a llorar en el baño, y a él, que cada lágrima le dolía como una daga, se le ocurrió que lo mejor sería irse sin hacer mas despedidas. Los últimos treinta y cinco años había sido ya una despedida suficientemente larga.
Tomó por la callecita de siempre, con dos bolsos en los hombros y una caja grande en la mano, de la cual sobresalían el sol de noche, las galletas y el sextante. Sabía que en el puerto estaba esperándolo con una paciencia de años el fiel Ventisqueiro, así que no tuvo apuro y disfruto del camino, a pesar de la carga.
Cuando llegó serían las once y al sentir la brisa fresca de la noche, decidió que lo mejor sería acomodar todo y partir de madrugada. De esa forma se ahorraría de hacer el engorroso despacho, con todas las preguntas de siempre y la mirada entre envidiosa y descreída de los oficiales de guardia. Al mismo tiempo pensó que no hubiera sabido que contestar cuando le preguntaran acerca de su destino. Tal vez lo mejor era partir, porque solo el destino podría contestarse a si mismo esa pregunta a lo largo de la navegación que le aguardaba.
Dos horas mas tarde, la suave brisa del noreste inflaba las velas del Ventisqueiro, que no podía creerlo. Al fin habían zarpado. Puso rumbo ciento diez. Siempre le había gustado ese rumbo y muchas tardes, mientras disfrutaba navegando por la bahía se ponía a elegir sus rumbos favoritos, que eran, en orden de preferencia: ciento diez, ciento treinta y cinco y rumbo norte. Así que no lo dudó, y tras la partida, la caña oriento la proa sola hacia su rumbo numero uno. En las horas que siguieron ya había hecho varios cálculos, entre ellos que podrían seguir con ese rumbo por muchos días, al menos veinte o veintidós antes de llegar a la costa africana, a la altura de Angola o Namibia. Pero en el fondo él no creía que iba a llegar tan lejos, de hecho no tenía ni cartas ni conocimiento de esa zona tan lejana de su ciudad natal. Hacia donde estaba yendo, no lo sabía, pero hacia algo se encaminaba y de eso estaba seguro.
Pensó en el porque de este viaje y solo pudo encontrar un motivo: el hijo que no había tenido. Cada noche desde hacía cuarenta años se dedicaba a llorarlo en silencio, y era a él al que le dedicaba los sagrados rituales de la soledad del hombre grande. Cada noche, al mirar hacia el océano, le prometía (se prometía) que iría a buscarlo hasta donde fuera, hasta el medio del mar si era preciso. Y así fue que con el diagnóstico le llegó la certeza de que no le quedaba otra que cumplir con lo prometido.
Ya se sabía la cuenta de memoria. Desde el quince de Septiembre del año cincuenta y nueve había pasado mucho tiempo, tanto tiempo que hubiera sido más fácil seguir en forma de cuenta regresiva, porque algún final ya estaba cerca y él lo sabía de sobra. No sabía exactamente cual iba a ser ese final, pero lo presentía cercano y esto lo inquietaba aún más en la serenidad del océano.
Varias veces a lo largo de esos dos días se cuestionó lo que estaba haciendo y por momentos creyó que era bastante absurdo y que debería volver. ¿Pero adonde volver después de tantos años de llanto en silencio? Su mujer ya lo había superado y aunque le fue difícil aceptar, su condición infértil, pudo adaptarse mal o bien a la resignación de vivir sin el hijo que pudieron tener a los veinte y nunca más.
El en cambio se sentía sin revancha, sin consuelo desde hacía tantos años. No era sencillo de explicar, pero desde el año cincuenta y nueve, él se sentía cada vez mas en deuda con el mundo, que avanzaba o retrocedía por épocas sin hacerlo partícipe de ese avance o ese retroceso. En varias ocasiones ya lo había pensado: no le debía nada a nadie, excepto a su hijo que no existía mas allá de su propia mente.
Al amanecer del segundo día pudo divisar el contorno de la isla Fernando de Noroña. Calculó que estaría a unas quince millas pero ni pensó en acercarse, a pesar de que era un viaje que tenía pendiente, esta vez consigo mismo. Se quedó absorto ante la infinidad de colores que se desprendían de los acantilados y piedras de Noronha.
Ese hechizo de la luz del sol que asoma le duró por varios minutos, hasta que divisó a lo lejos, apenas a estribor de su proa, un brillo llamativo por su nitidez e intrigante por su ubicación lejana de toda base firme. Pensó que tal vez seria un espejismo del agua e intento volver con su vista hacia la isla, pero no pudo porque el brillo era mas fuerte y se dio cuenta en ese instante de que en ese brillo estaba el porque de su repentino viaje. Lo supo instantáneamente, como siempre había sabido las cosas importantes desde el quince de Septiembre del año cincuenta y nueve. Como supo que era el fin cuando lo llamaron del asilo del viejo hacía seis años. Como el triste presentimiento de haberse casado por no tener otro remedio entre porciones de torta de su casamiento. Como supo hacía dos días que partir era la única forma de salvarse entre tantos estudios y diagnósticos cruzados. Siempre había notado que algunas cosas nos son dadas a ver un tiempo antes de que nos lleguen en forma de llamados, porciones o diagnósticos.
Ese brillo en el agua, que lo llamaba de un modo inexorable, era el fin de la historia. Era el circulo que se cerraba de una vez por todas. Era el porque a tantos no se que se venían sucediendo desde hacía tantos años. Siete mil días tuvieron que pasar para que él se topase con ese brillo enigmático en medio del Atlántico. Decidió desviarse, apuntando la proa del Ventisqueiro justo hacia el brillo que ya no se veía tan claramente. Tuvo miedo, real miedo de perderlo de vista , así que anotó el nuevo rumbo con una fibra sobre la carta que llevaba sobre cubierta. Ciento treinta y cinco.
Como era de esperar, el brillo desapareció dos minutos mas tarde del horizonte y no podía distinguir nada notorio en la proa del Ventisqueiro. El sol ya estaba subiendo con rapidez, y la tenue luz del amanecer ya se transformaba en resolana que quema la piel del navegante ecuatorial. Decidió cubrirse a la sombra de la vela mayor, ya que sabia que el sol podía ser su peor enemigo en estas bajas latitudes. Aminoro la marcha arriando el foque y se dispuso a observar con atención hacia adelante pues sabia que algo estaba aguardándolo en el agua a pocas millas. Sabía que no iba a torcer su rumbo hasta no dar con el origen de ese brillo que él ya imaginaba como descanso y paz de su corazón.
Estuvo más de dos horas navegando en línea recta, con la vista fija en la proa, sin darle descanso a su obsesión por el brillo. Tras dos horas de timón en mano, decidió soltar la escota de la mayor la mayor con empujaba al Ventisqueiro en forma serena para aminorar la marcha. No quería darse por vencido y calculó, por intuición tal vez, de que debía estar cerca. El brillo, apagado hacía dos horas, tenía que ser real porque estaba muy seguro de haber visto algo, aunque en las ultimas millas recorridas desde las cinco y veinte de la mañana nada había aparecido en su proa. Pero debía estar cerca, tenía que estarlo. Tan seguro estaba que decidió bajar la mayor por completo quedando al garete para poder trepar al palo como lo hacía habitualmente veinte años antes. Con sus últimas fuerzas se fue tomando de las cornamusas, las drizas y los pequeños herrajes del palo para llegar, no sin gran cansancio hasta la primer cruceta.
Desde allí se puso a observar el vasto horizonte que parecía mas amplio desde la altura. Por suerte el mar estaba bastante tranquilo, ya que la suave brisa no llegaba siquiera a crisparlo un poco. De todas maneras el rolido a cinco metros sobre el agua se torna importante aun en una bañera en calma. Desde allí arriba observo en todas las direcciones sin poder divisar objeto alguno. Solo agua, agua y la isla Fernando de Noronha, justo al norte. Tal vez habría sido el reflejo de alguna de las olas altas o una ballena dormida recibiendo los primeros rayos de sol sobre su lomo, pero no podía ser.
Estaba con la mirada perdida en el horizonte sobre la proa cuando se dió cuenta de como era el juego que venía jugando sin darse cuenta desde su partida. Giró entonces su cabeza ciento treinta y cinco grados hacia su izquierda, en dirección a la isla y vio con claridad la pequeña canoa naranja, que estaría según sus cálculos, a una media milla de su popa. Bajo apresuradamente, como pudo, con los últimos restos de fuerza que le quedaban en sus brazos y piernas castigados por los años. Prendió el Yanmar que casi nunca le fallaba y como era de esperar en esta tampoco le falló. Puso el Ventisqueiro rumbo al norte, que era el cero del compás magnético de a bordo, el motor a dos mil vueltas y la mirada atenta en la proa.
Diez minutos mas tarde estaba junto a la canoa. Se aproximó con precaución. Eran las ocho y cinco. Bajo a la canoa que parecía estar vacía y pudo atarla a la cornamusa de popa con la boza de soga acrílica que tenia amarrada, probablemente desde hacía años en la proa. Al subir sintió un inmundo olor a pescado que lo impregnaba todo y pensó que tal vez se habría soltado de algún puerto pesquero de la costa o de la isla que estaba tan cerca. El olor, sin duda provenía de las lonas que estaban sobre la popa, acostumbradas a estar entre corvinas y barracus. Mientras pensaba en esto, escuchó no sin asombro, que de entre esas lonas casi podridas de olor rancio, surgía un leve quejido que casi no parecía real pero era… sí, el quejido de un hombre bajo esos harapos que lo cubrían del frío de la noche ya pasada.
Con desesperación y miedo levantó las lonas encontrándose con el cuerpecito, ya demacrado por los días de alta mar, de un muchacho joven. Por suerte enseguida lo vio entornar los ojos y sonreír aliviado ante su presencia increíble y salvadora en medio del océano. Esa presencia, ese encuentro, era en realidad el destino para ese hombre joven que venía a rescatarlo desde su diagnóstico con posibilidades y su mujer llorando en el baño. Con extremo cuidado ayudo al joven a incorporarse y lo subió a cubierta. Le dio mucha agua fresca ya que lo notaba débil y deshidratado. Lo llevó hacia adentro para que se recostara en una de las cuchetas (su favorita) y luego apagó el motor para que el muchacho estuviera mas tranquilo y pudiera descansar de su agotador raid en el océano. Subió el foque y lentamente puso proa a la isla. Se sintió contento, realmente contento por primera vez en mucho tiempo.
No habían cruzado una palabra, ni si quiera sabía si hablaba portugués, pero él sintió que por fin había cumplido la promesa. Por fin había rescatado a su hijo del medio del océano.

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from Hombre Verde, released January 12, 2016

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Gervasio Goris Miami, Florida

Gervasio Goris es un escritor y musico argentino. Estudio Economia y Ciencia Politica en la Universidad de Buenos Aires y tras graduarse en 1999 se dedico a escribir musica. En el 2003 tomo su velero y decidio subir navegando hasta Miami donde vive el resto de su familia. Hoy se dedica a escribir cuentos y novela sin abandonar jamas su pasion por las canciones. ... more

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